sábado, noviembre 05, 2005


Clavado en la arena con ese olor a pescado podrido lloraba otra pena de viejo abandonado. Otra vez el mar se la habría llevado. Sangraban sus heridas vespertinas, el producto quizás de un anzuelo que hacía rato que ya no servía para nada más que juntar oxido. Atestiguando la eternidad de su mirada, un mar cada vez más marrón y menos leal lo observaba. Uno y otro eran mudos espectadores de la miseria del otro. El tipo, pura canas y arrugas aferraba con sus manos nudosas una carta desteñida, el mar con su instantánea comprensión de los hechos fantaseaba con el nuevo suicidio de cada atardecer. Ambos eran lo mismo por un rato. El viejo era un charco apacible y quebrado, el mar un poco de niña en penitencia aguardando a que su padre la abuse. Ambos desconsolados y eternos. Como el viejo, miles de viejos antes habían usado la excusa marítima para arrojar sus penas al viento. Pero esta vez era distinto, una especie de comunión entre los dos elementos (carne en descomposición progresiva y agua revoltosa y salada) y se saludaban con ese respeto genuino que se tienen los que han sido veteranos de la misma guerra. Reconociendo las cicatrices del otro callaban sus propias ansias de desaparecer e intentaban (aunque fuera vano, aunque fuera nuevamente lo mismo, aunque no tuviera otro propósito que dilatar el encuentro con la tumba) entenderse. El viejo jamás olvidaría a su niña con ojos de Parca cristalina, esa que llevó adherida la muerte en cada órgano, esa que se le había entre hemorragias y convulsiones y espuma en la boca. El mar nunca olvidaría los fantasmas que recorrían sus olas a diario, el terror que le producían los marineros flotantes, el fastidio cotidiano de sentirse la excusa de poetas y artistas tan patéticos y mediocres que retomaban la escritura sobre sus cualidades y veleidades. Y ambos permanecieron así hasta que el sol cansado de brillar para nadie se ofendió y escondió su cohorte de llamas doradas. Y se sintieron de pronto los más solos del mundo.

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